Las trufas, que siempre han estado rodeadas de propiedades ocultas y fama de ser afrodisíacas, nacen en el subsuelo, carecen de raíces, y desde los egipcios se conocen sus virtudes gastronómicas
Son un misterio y se delatan por el peculiar aroma que desprenden. Las trufas crecen de forma espontánea entre cinco y treinta centímetros de profundidad y su fragancia y madurez sólo la pueden percibir algunos animales como los cerdos o jabalíes, cabras y perros. Y es curioso, porque el más dotado para descubrirlas es la cerda, que posee un olfato tan hipersensible que es capaz de rastrear una trufa a treinta centímetros bajo tierra, a más de diez metros de distancia, y si se apura la situación, hasta con el viento en contra. Pero ¿qué tiene este hongo para convertirse en un delicado manjar gastronómico buscado y rebuscado desde la antigüedad? Los antiguos egipcios ya lo comían rebozada en grasa y cocido en papillote. Los atenienses realizaron, incluso, un concurso gastronómico y el primer premio se lo llevó un timbal al horno relleno con picadillo de pechugas de faisán y trufas cortadas en finísimas láminas. Además, siempre han estado rodeadas de propiedades ocultas y han tenido fama de ser afrodisíacas y quizás, por ello, fueron prohibidas por la Iglesia en la Edad Media. Y llegó Brillat-Savarin y dejó escrito en su reflexión 44 ‘De la virtud erótica de las trufas’: «No es un afrodisíaco precisamente, pero en ciertas circunstancias puede hacer a la mujer más afectuosa y al hombre más amable». El nombre de las trufas proviene del latín ‘tuber’, que significa «excrecencia» y sorprendió a los antiguos que creciera y se multiplicara sin poseer raíces. Plinio resolvió el enigma asegurando, que las trufas son algo así como los ‘callos de la tierra’. Aunque antes Teofrasto, Plutarco y el mismísimo Juvenal coincidieron en la teoría de que la trufa era el resultado de la condensación de varios minerales del subsuelo previamente fundidos por un relámpago. Pero la realidad es mucho más prosáica, ya que la trufa es un hongo de la familia de las tuberáceas y presenta una relación simbiótica con árboles del género ‘Quercus’ como encinas, robles, castaños y nogales. El medio natural para su desarrollo es el suelo de los bosques, suelos calizos y sueltos, bien aireados y con capacidad de retención de agua y bien drenados. Su clima debe ser suave pero con estaciones bien marcadas y las heladas por debajo de ocho grados estropean el fruto y el exceso de agua en el otoño detiene su crecimiento. Variedades. Existen unas 70 especies de trufas, 32 de las cuales se encuentran en Europa. Las más buscadas son ‘La negra del Périgord’, o reina de las trufas. Se trata del Tuber melanosporum, de perfume intenso y delicado, de pulpa blanca al principio, luego gris-marrón, y negra violácea, con venas blancas cuando ha llegado a su redonda madurez. Las blancas –Tuber magnatum– tienen un lejano sabor a ajo, muy matizado, y de un colorido gris-perla: se consumen preferentemente crudas, cortadas a láminas casi transparentes. (Artículo publicado hoy en la página de gastronomía de Diario La Rioja)