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Como no había fútbol
Y es que en el mundo de la tauromaquia las dinastías no sólo son exclusivas toreros y ganaderos, sino que trascienden la denominada esfera artística para acoplarse de tíos y padres a hijos y nietos en infinidad de labores filotaurinas: “Como no había fútbol ni tantos coches como hay ahora, una de las principales diversiones de la gente la constituían las corridas de toros, por cierto, con muchos más festejos que los que se ofrecen en la actualidad, que se limitan a las seis funciones de San Mateo”, dice Alfredo, que tiene mil historias acaecidas entre los muros diseñados por Fermín Álamo: “En aquellos tiempos –se refiere a mediados de los 50– nos juntábamos muchos chavales aspirantes a figuras. Como no teníamos ganao nos las apañamos para que un burro de la cuadra del coso embistiera, y yaya que embestía. Se llamaba Perico I y una vez a un tal “Pedriles” lo tuvo metido una media hora en un burladero sin dejarle salir. Aquel burro era un fenómeno”, remata Alfredo. Pero hay un aspecto sorprendente en este hombre, al que siempre se le ha visto por la plaza embutido en su buzo y trabajando sin descanso: su pasión por la escultura. Muchas noches de sus años jóvenes las pasó en la Industrial: “Nos juntábamos una cuadrilla de amigos, entre los que estaban Pedro Soldevilla, Jesús Infante, Joaquín López Reinares y Ballester, y hacíamos nuestros pinitos en el mundo del arte. Me gustaba tomar apuntes en papel en la misma plaza durante las corridas. Otras ideas las sacaba de fotografías de El Ruedo o de revistas así. Hacía esculturas de todo tipo, pero las que más me gustaban eran las de toros”. El maestro Antonio Bienvenida, del que la semana pasada se cumplió el veinticinco aniversario de su desaparición, fue premiado en 1956 en Logroño por su desinteresada y reiterativa participación en el ya mítico Festival de las Hermanitas de los Pobres. El trofeo que se llevó el hijo del Papa Negro fue un precioso busto realizado por Alfredo: “Fue muy importante y aunque Antonio Bienvenida no fuera el torero que más me gustaba –yo era de Pepe Luis, matiza–, sentía una gran admiración hacia él. Era un gran torero, como tantos otros que han toreado en esta plaza. Porque le puedo decir que he visto en Logroño el tremendismo del mejicano Arruza, la serenidad melancólica de Manolete, la maestría de Domingo Ortega –al que no le salía un toro malo– y el arrojo de Pedrés, entre muchos otros”. Alfredo dice que se pasará a conocer la nueva plaza: “Pero como ésta, ninguna”, puntualiza.
o Este articulo lo publiqué en el Diario La Rioja el domingo 15 de octubre de 2000. Resulta que ahora su hijo Justo Rodríguez, un fotógrafo que además de captar la realidad me escucha con especial cariño, se ha montado su propio blog (bló que diría un castizo). Bienvenido amigo.