Sergio Domínguez conmovió a la plaza de Calahorra; la conmovió y la puso a sus pies a lomos de Gallito, ese maravilloso caballo hermano de Chenel que se balancea de forma primorosa y que es capaz de prender banderillas con un clasicismo absoluto, yéndose al pitón contrario, quebrando en el último suspiro y rematando con singular majeza ante los mismos belfos del sorprendido astado. Es un ver y no ver, un suspiro o una ensoñación; un quítate tú para ponerme yo; un juego de sutilezas que discurre en tres segundos en los que hay que agudizar el ojo y el conocimiento para no perderse ni un detalle de ese bello lance. Y lo repitió hasta cuatro veces poniendo la plaza literalmente boca abajo, a su merced, como suele ocurrir cuando Pablo Hermoso de Mendoza está de dulce a lomos de Chenel o Sármata. Pero además de Gallito, que es un caballo sin igual, Sergio ofreció una sensación de dominio absoluto de la situación en cada uno de los trances de la lidia. Con Kilate y Maestranza –sus monturas de salida– para a los toros a la perfección con una obsesión más evidente de clavar arriba e ir por derecho. En banderillas, además de Gallito, anda sobrado con Oasis o Ronda y para el último tercio ha encontrado su sitio con Rebujito, otro caballo de bandera. Pero hay más porque están Mejicano o Diamante, caballos de primera línea que redondean una cuadra de un torero que está pidiendo a gritos tener una oportunidad en las grandes ferias. Sin embargo, sigue teniendo un claro talón de Aquiles: su defectuoso manejo del rejón de muerte. A veces es la precipitación o el querer asegurar demasiado el triunfo, pero Sergio en Calahorra perdió cuatro orejas de ley, que se dice pronto.
o Las impresiones que recojo en estas líneas corresponden a la primera corrida de la feria de Calahorra, donde José Andrés Montero, Pablo Hermoso de Mendoza y Sergio Domínguez despacharon una noble corrida de Santiago Domecq. (Y la fenomenal foto es obra de mi buen amigo Alfredo Iglesias).