Alfaro es una industriosa ciudad de La Rioja Baja; es la ribera riojana por excelencia: grandes vinos como los de Álvaro Palacios, calor estival, tormentas y toros. Toros por San Roque, porque en Alfaro, al contrario que en otros muchos cosos de los alrededores, las corridas se degustan en silencio y con respeto. Ayer asomó por los chiqueros un bonito y terciado conjunto de toros de Alcurrucén y Lozano Hermanos. El cuarto tuvo una fijeza maravillosa, un gran temple y por la derecha se comía literalmente los engaños. Le correspondió a Ferrera y le aplicó el destoreo. Medios pases, falso arrebatamiento, muletazos sin temple y demasiada bisutería. El toro, además, era una joya y precioso: colorao, albardao y acaramelado de cuerna. El diestro extremeño no estuvo a la altura de su calidad. Y salió el quinto, muy bajito, largo, tocadito de pitones y cornidelantero. Empujó metiendo los riñones en la única vara que recibió y en la muleta se encontró con un torero sorprendente: Julio Benítez. Se llevó un rabo, pero en cualquier plaza, repito, en cualquier plaza –incluida Madrid– se hubiera anotado dos orejas de ley. Al empezar la faena se desató un ventarrón enloquecido. Julio Benítez llamó al toro y le enjaretó sin moverse tres tandas por abajo de derechazos como quien se come un chicle. Tomó la pañosa con la zurda y sorteó otros dos fajos de naturales sin enmendarse, clavados los pies, rapidillos pero sinceros. Luego porfió por redondos y para rematar se hincó de rodillas y se desplantó. Hizo lo accesorio después de transitar por lo fundamental. No como otros que viven de los artifcios. Tiene muñeca el chaval, le falta un poco de sentido de las distancias pero a mí me sorprendió porque esperaba poco más que un chufla. También vi a Palomo (ya se le empiezan a teñir de blanco las sienes) y a su padre, pero eso es otra historia. (La foto es de mi amigo Justo Rodríguez, ese crack que me escucha)