jueves, 7 de junio de 2007
Morante es Morante porque es Morante
Nunca he visto un matador más valiente y entregado. Morante de la Puebla, el artista, el hombre del pellizco, es un torero valiente para sí como ninguno, valiente para el toro, valiente para el buen aficionado. Su toreo no se puede traer hecho desde el hotel; lo suyo no son las normas, ni un mecánico ejercicio de disciplina. Morante es Morante cuando se equivoca en los inicios de faena y después recurre al macheteo para querer seguir soplando naturales, como le ocurrió en el primero de la tarde. Morante es Morante cuando le pillan de improviso, arreglando la muleta, y un manso le acuchilla la cara en un lance de la lidia que no le sucedería ni al más inexperto de los novilleros. Morante es Morante, tal vez, porque está fuera de todo y más dentro que nadie. Y por eso es Morante, porque carece de explicación, porque él se siente torero así, sin intermediarios, sin más ropajes que su propia expresión. Y los toreros como Morante son tipos generosos que cuando saben que llevan razón (su razón, la razón incorpórea que habita exclusivamente en su alma) se entrega como nadie lo hace. De ahí que cuando tome el capote, como le sucedió en el sexto, no tuviera más medida que su apasionada entrega. Mecidos lances por verónicas, despaciosos delantales enseñando sutilmente al final de cada uno el piquito contrario del capote para fijar la embestida, chicuelinas, largas perezosas, medias verónicas dictadas con un rumor tan infantil que daban ganas de echarse a llorar. Y el torero, con la cara marcada como un ángel, desprendido de sí, alejado de todo y entregado al toro. Quizás sea ése su secreto, su verdadero lenguaje, su estremecimiento interior por la belleza aquella que estaba consumando. Y si en Sevilla se lanzó a la puerta de toriles, ayer en Madrid, más torero que nunca, se gustó poniendo banderillas de tiniebla y acero en el lomo de aquel Núñez del Cubillo postrero que le dio la gana de embestir. No sé qué pasó por su cabeza en ese inicio de ayudados por bajo, en los que la cadera estaba completamente desencajada y el torero hundido. Belleza épica, belleza sutil, belleza infinita. No había leyes. El toro había sido exprimido con el capote y parecía misión imposible faena alguna. Pero surgió, llena de imperfecciones, pero con lances entreverados en los que daba tiempo a soñar, a deleitarse. Era el toreo, sencillamente el toreo. A estas alturas no sé si tan bello como el de Paula en 1987 en aquella memorable faena suya en la que después también soñé con la mágica crónica de Joaquín Vidal. No lo sé. Pero se vivieron lances oníricos en series que no eran series porque ya el toro no se desplazaba. Morante estaba trasfigurado; eternamente masculino, indefectiblemente torero. Toreó de frente al natural, cruzó el río yéndose al pitón contrario y sorteó cada lance con cada una de sus neuronas. Y lo hizo porque Morante es Morante. Y le dio la gana hacerlo. Y lo dijo en silencio, acurrucado. Antes de cobrar la estocada sableó al toro por abajo. Lástima. Pero es el sino de los genios, la belleza indómita de la imperfección, el desgarro del grito, la soledad del torero también en su fracaso. ¿La oreja? ¿A quén le puede importar ahora? ¿los avisos? ¿el desastre de algunos toros? ¿el desperdicio del primero? No busquéis explicaciones porque son cosas de Morante. Y Morante es Morante porque es Morante.