Y tras lo de Morante, todavía con las retinas ciegas por la convulsión, llegó el turno del maestro César Rincón, que lo volvió a bordar como lo borda cuando siente el toreo. Estaba en Sevilla, con los Torrestrellas de su devoción y convocaba a los aficionados a su último paseíllo en el coso del Baratillo. Existían, pues, muchos motivos para la esperanza. Y allá que se fue el maestro con el fiero sobrero que el destino le había deparado para la despedida. Y amigos, la cosa fue sencillamente maravillosa porque desde el primer momento César y el toro entraron en un diálogo desafiante, en esa conspiración contra la abulia y el tedio que es la tauromaquia cuando la entrega no se convierte en rutina, sino en cuestión de fe. Y César, con su muleta, es un creyente auténtico. De hecho, los dos pilares de su obra fueron las distancias y esos terrenos que domina como nadie. Se espatarró y por momentos se fundió con la brava catadura del burel. Y llegó la voltereta terrible en tres tiempos, con una tremebunda caída de la que pareció quedar conmocionado. Pero volvió a la cara del toro, sin aspaviento alguno, con esa serenidad exclusiva de los que son capaces de sortear a la muerte sin tapujos, de los que conocen la cicuta de la cornada. Y empezó a templar más que antes, a someter, a ligar muletazos entrelazados. Era de nuevo el César Rincón de las tardes épicas de Las Ventas, de la desmesura sin despeinarse, del torero eterno.
o Primera apostilla: lo del palco de Sevilla es lamentable, es la Charito, vamos, un carrusel de orejas sin ton ni son.
o Apostilla segunda: me encanta la cuadra de picar, con sus finos caballos toreros que se mueven con estudiada sobriedad. Qué diferencia con los horribles percherones.
o Y finalmente quiero apostillar que aunque se han pasado con las orejas a Talavante, me rindo ante su entrega y su espíritu. Además, quiere hacer las cosas muy bien, no se pliega ante nadie y de vez en cuando sopla naturales larguísimos. Qué pensarán de todo esto toreros como Capea o Eduardo Gallo.