jueves, 19 de abril de 2007
Borgoñés, me rindo ante tu fulgor
Acabo de ver tu lidia en diferido, con la noche cálida asomada a mi corazón, con el soniquete de los tres del Plus que no saben callar ni por un momento. Y me rindo ante tu fulgor, hermoso Borgoñés, porque aunque no has sido un bravo de bandera, un toro excepcional, has embestido con una hondura imborrable, con tu alma entera, con tu sino de llevar la muerte prendida en ti desde que saliste como huyendo, aunque humillado, del segundo encuentro con el grácil caballo que antes habías derribado. No has sido exactamente un toro de bandera, Borgoñés, pero a mi los toros de bandera me suelen asustar, como las mujeres de bandera o como los cuartos de bandera, que aunque nunca he pisado ni por asomo, me suenan a guerras y a desconsuelos. Y aunque tu llevabas tu muerte escrita en la frente, Borgoñés, cosida a tu pelo ceniciento, he visto en tus ojos ese fulgor atávico por el que siempre me he rendido, por el que siempre he devorado libros de estirpes ganaderas tratando de averiguar el insondable secreto de la bravura. Y por eso me rindo ante tu fulgor, porque lo tuyo no era geometría, lo tuyo era sentimiento, era algo parecido a la tibia esperanza de los hombres que claman aventura. Y tu mirada siempre clara con esa dudosa energía de los toros que no son exactamente de bandera pero que tampoco gusta que les digan bonancibles. Pisabas el acelerador y El Cid, que es un consumado maestro, apenas podía quedarse quieto entre lance y lance, muy bueno alguno, pero con demasiadas carreras de por medio. Te ibas gastando y entonces, Borgoñés, embestías al ralentí y El Cid, con su alquimista mano izquierda logró templarte en algún natural infinito, de esos con los que mi abuelo me enseñó a soñar. Pero tú seguías con la muerte clavada en tu mirada, con tu muerte sabiéndose más poderosa que tu vida. Y tu agonía, Borgoñés, también fue una de las cumbres de tu fulgor. Entiendo la vida porque te has muerto y porque con tu sacrificio he recobrado el sentimiento trágico de la lidia. Eres la paradoja absoluta; la muerte recalcitrante, la vida ensimismada; eres, no sé cómo decírtelo Borgoñés, la negación más preclara de la vulgaridad soez de esta tauromaquia taimada en la que se sumen nuestros anhelos. Entiendo la vida porque te has muerto, amado Borgoñés, pero te aseguro que siempre merodearás en mis sueños cuando anhele el fulgor, tu infinito fulgor, ése con el que te has ido.