Julio Aparicio vuelve a una corrida de toros a La Rioja (el sábado en Calahorra), una de las zonas en las que cautivó en sus albores como diestro
Julio Aparicio coquetea ya con los cuarenta años a pesar de que en sus ojos todavía se adivina la mirada traviesa de un jovenzuelo que a principios de los noventa cautivó por su toreo, por su prestancia y por esa forma suya, tan personal, de concebir la tauromaquia. Y tras varios años en barbecho, haciendo no se sabe qué, parece que vuelve con deseos de volver. Porque, aunque se antoje increíble, este torero ya había vuelto sin volver porque su mente no estaba predispuesta para el reencuentro con su pasión, con la torería que le hace enervarse ante los astados y dibujar círculos lentamente en el ruedo mientras un toro sigue ensimismado sus engaños. Julio Aparicio no es igual a nadie y, quizás, por eso, sea tan alocadamente desigual, tan imprevisible y tan incapaz de entender conceptos tales como la regularidad, el orden o la disciplina. Sin embargo, nadie podrá evitar que tenga un sitio de privilegio en el toreo: su nombre habita en un olimpo donde muy pocos puede estar: ése que acaparan los toreros artistas; seres a los que no se les pide más que un suspiro, un detalle al filo de la marejada que supone un recorte suyo, o un natural sembrado de perezosos escarceos con el valor en una media verónica de pitiminí. El toreo de Julio Aparicio es pura poesía sincrética, es un ejercicio de adivinaciones, de cábalas, de misterios alumbrados por un alma, la suya, marcada por una creencia casi obsesiva en la iluminación, en la llamada del duende antiempírico que le posee. Y el sábado regresa a Calahorra, que por esas cosas que tiene el destino, fue una plaza en la que apenas hace quince años, consiguió elevarse al infinito.
Increíble foto de Philippe Taris