Mirar a la señora Narbona me produce un encuentro de raras sensaciones: la ministra progre que alaba para sí los defectos de un país de la que ella es gobernanta desapegada: la culpa es de los otros y los otros, muchas veces somo nosotros; es decir todo lo que no sea ella, porque a ella, a su insoportable suficiencia, la basura nunca le alcanza. Sin embargo, en su megacruzada ética y responsable, dice saber que debajo de las multiplicaciones siempre hay sangre de pato y habla de Kyoto y del desarrollo sostenible con un aliento de vegetal: mira sociedad, yo soy ministra y tengo un despacho y no contamina ni no genera paro, ni dolor, ni humos, ni grasa. Así que lávese sin agua, cocine y coja el coche –no el oficial, ése me lo llevan– y no me mee, ni se cague. Eso sí, vóteme, que soy antibush, que me mola la libertad –mía–; que me encanta el Bulli, la pepitoria y que detesto a toda esa patulea que va a una plaza de toros a maltratar animales.
No me hagáis caso, es que he visto las cornadas de Fernando Cruz y me he acordado de la sagrada verdad de la fiesta: ésa a la que pisotean a partes iguales Juan Pedro Domecq y Cristina Narbona.