sábado, 3 de marzo de 2007
El flamenco soñado
Gema Caballero sabe que el flamenco hay que soñarlo para que se materialice, para que tenga alma. Es más, la joven cantaora granaína es perfectamente consciente de que para haberlo soñarlo antes hay que haberlo amado y apurar la copa del cante hasta el último sorbo. Es decir, lo que hizo el pasado jueves en el Salón de Columnas: salir al escenario despojada de complejos y zarandajas y compartir su garganta con la concurrencia en una actuación repleta de matices, de apasionada entrega y comunicación, aunque sólo muy al final acertara a balbucir en román paladino aquí estoy (estamos) y muchas gracias por dejarme compartir con ustedes estos momentos, o algo así... Y fue un concierto que creció a medida de que la noche iba sumandose al entramado del cante, a ese misterioso don que tiene el flamenco que acaba por arrasar los corazones, lentamente, casi suspendiendo las notas en el aire, asidas a invisibles estalactitas. De hecho, el martinete inicial resulto filamentoso, quizás porque la voz todavía no se había fraguado o porque los nervios atenazaban las delicadas cuerdas vocales de este nuevo descubrimiento. Sin embargo, la soleá trajo un montón de buenas noticias: compás, sentimiento y coraje, porque el flamenco también ha de tener ese punto de fuerza ancestral –de mala leche– para compartir un dolor tan lejano en el tiempo que no debe de quedar ningún corazón que se amargue por lo dicho. Hubo un estupendo inicio de malagueña rematado por verdiales simpáticos y cadenciosos. Pero a pesar de todo, tendría que llegar la siguiriya (la de la lengua que de mi murmura) para hablar en serio del talante de Gema Caballero y Pedro Barragán, un guitarrista muy nuevo que apunta una especial sensibilidad para acompañar el cante, porque daba la impresión de que a veces susurraba con los ojos los tercios de la Caballero, que acabó entregada en los preciosos tangos de ‘El lenguaje de las flores’ y que hizo crepitar a los aficionados por fandangos. Toda la sala se puso en pie como una sola persona para despedirla, para agradecerle que se entregara de esa manera tan rotunda en una calurosa y sencilla noche invernal.