A veces un concierto merece la pena sencillamente por un guiño, por un tercio arrebatado o por un decir el cante un paso más allá de lo físico. A veces, la música brota del alma y la garganta y el conocimiento pasan a un segundo plano, ése donde reinan las tarjetas de crédito y los grises códigos de las computadoras (que diría un poeta argentino). Por eso aprendí que a los conciertos conviene ir a salvo de complejos, –a los conciertos y a la vida misma, me interpeló un día una de mis mejores amigas al calor de un vino de oro que parecía tener un nombre salido de una novela de Margueritte Yourcenar–. En fin, que el jueves Mayte Martín reeditó antiguas campañas por La Rioja y volvió a cantar con el alma en una función transida de belleza, que más que arrebatar, conmovió por las certidumbres que fue desparramado desde el principio, gracias, por ejemplo, a la deliciosa petenera con la que marcó el ritmo de la actuación. Mayte Martín tiene una voz delicada y poderosa, una voz que no duele como una espada pero que disecciona con la misma precisión del bisturí. Conoce el fundamento de los cantes al dedillo y carga el peso dramático cuando le conviene con una maestría indudable. Su casa es el escenario y la lejanía metafísica de las tablas, ésa que a tantos acongoja, es para ella un espacio familiar y lúdico, porque disfruta y hace disfrutar, como en ese final abandolao de la malagueña en la que compuso, junto al guitarrista con aire intelectual que le acompaña –a pesar de no llevar gafas como el año pasado–, uno de los instantes más sobrecogedores de la noche. Sin embargo, el alma de Mayte Martín brotó más desnuda que nunca en esa impactante guajira llamada ‘Hermosísima cubana’. Aquí Mayte no tuvo compasión para sí y se dejó el alma toda en una fantástica interpretación de uno de los cantes más hermosos del flamenco. Y le salió redondo, como casi siempre. No hubo descanso, a muchos se nos hizo corto y la mayoría salió farfullando de la maravilla.
o Primer concierto de los Jueves Flamencos. Cante: Mayte Martín. Toque: Juan Ramón Caro. 18 de enero de 2007