
Y en éstas salió Padilla, incrédulo, y a media altura comenzó el trasteo. El bueno de ‘Escrúpulo’ desplazaba su más de media tonelada cárdena con bondad infintita como un perrillo faldero. Parecía decirse: «El señor torero me ha puesto ahí la muleta, pues voy, que es mi obligación de toro». Y con ese trote de vagón de mercancías, el Ciclón de Jerez acompañaba los muletazos sin estridencias. ¡Vaya Victorino!, se oía en los tendidos. Y entonces, Padilla lo hizo. Muchos cerraron los ojos para no verlo, pero lo increíble estaba a punto de suceder e iba a a ser aquí, en Logroño, una plaza exigente donde la afición quiere el toro de verdad y bla, bla, bla... Atención: Padilla lanceaba mirando al tendido, con un Victorino de casi seiscientos kilos que parecía un núñezdelcuvillo de los que indultan Morante o Javier Conde por Canal Sur cuando están inspirados. Y fue más allá Padilla. Abusando del toro alelado aquel, ligaba pases de pecho, muletazos de rodillas, gurripinas y manguzás hasta llegar al desplante final, a la apoteosis. Y ‘Escrúpulo’ allí, abstraído, no era capaz ni de inmutarse con el ciclón de Jerez a dos milímetros de sus belfos y con los brazos en cruz. A eso se le llama tener aguante. ¿O no?
Toros de Victorino Martín, igualados, alguno escobillado. Todos sin fuerzas. El mejor, el sexto. 1º, bobo y noble; 2º sin fuerzas, se quedaba corto; 3º con calidad; 4º rajado; 5º muy malo. Juan José Padilla: silencio tras aviso y saludos con muchos pitos; Fernando Cruz: silencio en ambos y Salvador Cortés: vuelta y silencio. Plaza de La Ribera de Logroño. 6º y última de feria. Tres cuartos de entrada.