El primer toro de la corrida se llamaba ‘Escrúpulo’ y pertenecía, como el resto de sus hermanos, a Victorino Martín, la divisa más gloriosa y laureada de los últimos treinta años. El toro estaba abierto de sienes, lucía los clásicos ojos vivarachos y juguetones de la casa pero parecía alelao de pura buena persona que era, de juguetón y noble, de ínsipido, de gentilhombre. Sin duda, la criatura era un astado de Victorino pero tenía alma de Jandilla, de esos juampedritos medidos de todo que salen en el Puerto de Santa María –es un decir– y le arman un lío de campeonato, con el mayoral a hombros y el ganadero abrazándose con los apoderados o con los alguacilillos mientras los comentaristas lloran en sus burladeros de preferencia. Porque cuando un comentarista llora en un burladero de preferencia, llora de verdad, sin ambages, por puro romanticismo.
Y en éstas salió Padilla, incrédulo, y a media altura comenzó el trasteo. El bueno de ‘Escrúpulo’ desplazaba su más de media tonelada cárdena con bondad infintita como un perrillo faldero. Parecía decirse: «El señor torero me ha puesto ahí la muleta, pues voy, que es mi obligación de toro». Y con ese trote de vagón de mercancías, el Ciclón de Jerez acompañaba los muletazos sin estridencias. ¡Vaya Victorino!, se oía en los tendidos. Y entonces, Padilla lo hizo. Muchos cerraron los ojos para no verlo, pero lo increíble estaba a punto de suceder e iba a a ser aquí, en Logroño, una plaza exigente donde la afición quiere el toro de verdad y bla, bla, bla... Atención: Padilla lanceaba mirando al tendido, con un Victorino de casi seiscientos kilos que parecía un núñezdelcuvillo de los que indultan Morante o Javier Conde por Canal Sur cuando están inspirados. Y fue más allá Padilla. Abusando del toro alelado aquel, ligaba pases de pecho, muletazos de rodillas, gurripinas y manguzás hasta llegar al desplante final, a la apoteosis. Y ‘Escrúpulo’ allí, abstraído, no era capaz ni de inmutarse con el ciclón de Jerez a dos milímetros de sus belfos y con los brazos en cruz. A eso se le llama tener aguante. ¿O no?
Toros de Victorino Martín, igualados, alguno escobillado. Todos sin fuerzas. El mejor, el sexto. 1º, bobo y noble; 2º sin fuerzas, se quedaba corto; 3º con calidad; 4º rajado; 5º muy malo. Juan José Padilla: silencio tras aviso y saludos con muchos pitos; Fernando Cruz: silencio en ambos y Salvador Cortés: vuelta y silencio. Plaza de La Ribera de Logroño. 6º y última de feria. Tres cuartos de entrada.