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Al llegar sentí un temblor: tantas tapas para disfrutar y menos de dos horas para colorear el espíritu con los sabores que desprendían los 46 pinchos riojanos dispuestos para el juicio del jurado. Atención: 46 pinchos y apenas un suspiro para verlos, catarlos, olerlos y discernir también sobre su originalidad y su apego a la tierra. Casi nada. Los más veteranos en estas lides aconsejaban –a los más nuevos del evento–, seguir tres pasos en el protocolo fiscalizador: ver, oler y comer. Lo confieso, nunca había mirado tan de cerca a un pincho y eso que no llegué al acoso de alguno de los jurados, que examinaban cada una de esas deliciosas minucias con tanta meticulosidad que de buena gana les hubiera prestado un microscopio o una lupa. Tras la primera ronda de miradas había llegado el ansiado momento organoléptico. Y no hubo cuartel para el frenesí. Había tapas calientes y frías, templadas o pasadas por una gelatina al vermouth. La morcilla se daba la mano con el pimiento morrón casero mientras un velero de jamón y queso surcaba una crema de garbanzos y vinagreta, cerca de ‘Golgorito’, que retozaba a su aire entre almendras, cebolletas, espárragos y hongos. Y es que las espumas de patatas rivalizaban sin complejos con los velos de Pedro Ximénez o con cebollas caramelizadas. Y los novatos más novatos del jurado allí, dando el unte final con vino y contemplando con asombro cómo los más depurados catadores limpiaban el cielo de su paladar con agua. ¿Será malo estar casi siempre pensando en los maridajes?, nos dijimos.