A las ocho y diez de la tarde, mediada la faena del quinto novillo, brotó el toreo en una milésima de segundo, acaso un parpadeo, cuando Pérez Mota –embutido en un elegante terno azabache– dibujó un lentísimo derechazo abrochado a compás con un pase de pecho inacabable. La plaza entera restalló, los ojos de la gente se hicieron chiribitas y por un momento, la afición alfareña se reencontró con esa magia que tiene el toreo cuando se dice con esa parsimonia única, la misma que ofrecen los olés sentidos que surgen porque sí, sin ambages ni estrafalarias estrategias. Lástima que el espigado torero se quedara sólo ahí, en ese suspiro, pero daba la sensación de que a la gente le había sabido a gloria, porque a pesar de que luego se perdiera en el toreo moderno, en las probaturas exiguas de la muleta retrasada y de los absurdos y repetitivos cites destemplados, le dieron dos orejas tras cobrar un buen estoconazo. Pero debajo de los trofeos quedó la huella de un novillo sensacional, de un astado que derrochó una encastada nobleza tan desaprovechada como evidente, tan inusual cuando vienen las figuras como los astifinos pitones que lucieron él y el resto de sus hermanos. De alguna forma, la novillada de ayer sirvió como bálsamo para endulzar las decepciones acumuladas de las cacareadas grandes corridas de los días previos, en las que el toro, sencillamente, hubo desaparecido gracias a un taurinismo insensato que parece haber olvidado las claves de esta fiesta: la emoción y el arte. Paco Ureña, que también salió a hombros junto a Pérez Mota, se dejó ir sendos novillos de triunfo, sobre todo el cuarto, el más terciado del encierro, pero que lució dos hermosas defensas astifinas. El novillo demandó siempre mando y ligazón y el joven torero se empeñó en cada momento en el toreo despegado tocando con el pico de la muleta el pitón contrario de un astado que no hizo ni un mal gesto, que embestía humillado cada vez que lo citaban, sin importarle la forma ni la colocación. Daniel Cuevas, que sustituyó a Jiménez Caballero, repetía en Alfaro después de sus ensayos del año pasado. En su caso, el tiempo ha hecho estragos: sin rumbo toda la tarde, sin recursos y con la sensación de que tras sus pintureras formas no quedaba nada, ni siquiera las ganas de ser torero.
Último festejo de la feria de Alfaro
Novillos de Sayalero y Bandrés, bien presentados, nobles y manejables; destacaron el cuarto por su bravura y el quinto por su calidad y sus astifinos pitones.
Paco Ureña: oreja en ambos.
Pérez Mota: oreja y dos orejas.
Daniel Cuevas: oreja y silencio.
o Artículo publicado (con foto de Díaz Uriel) hoy en Diario La Rioja