El viernes tenía dos opciones: Pamplona y los ‘victorinos’ o Vitoria y Morente y Tomatito y Michel Camilo.
Os cuento...
Los catorces de julio en Pamplona están preñados de riesgos. A la mínima te sale un concejal/concejala y te arrea con un rabo y además, la vieja Iruña a estas alturas de la feria casi da pena y es triste saber que ya no habrá más encierros y que del vallado no queda ni rastro. Me niego a ir a Pamplona cuando en el futuro no se adivina más que el patético encierro de la villavesa y de las ilusiones sólo quedan tremebundas resacas incoloras, resacas ausentes de alma, resacas dolientes de sí mismas que se acuestan entre el silencio de las calles vacías y el sol abrasador del verano foral, tan inclemente que resulta imposible ir a Pamplona y no tropezare con las heces de la fiesta, con los excrementos de los guiris y de los aborígenes, con periódicos retorcidos como cartuchos rodando por un suelo que parece autoabastecerse de más basura a medida de que las horas van abandonando a los cuerpos y sus circunstancias, los músculos se rebelan y el pensamiento se desvanece como un suspiro. Hace unos años (no sé si seguirá pasando), mesnadas de jóvenes punkies se colaban en el último toro en La Monumental para comerse los desechos de las peñas. Los jóvenes punkies, muchos con tarjetas de crédito, se revolcaban entre la podredumbre, entre el ajorarriero deglutido y las cabezas de gambas y después se fumaban un canuto a la sombra de un banco de la Plaza del Castillo, donde seguramente segundos antes había orinado un perro o un policía municipal acuciado por la prisa, un francés en plena fiesta nacional gala o un niño alucinado. Así suelen acabar los catorces de julio en Pamplona, entre rabos (este año se lo han dado a Antonio Ferrera, que se puso unos vaqueros), orines y detritus bajo un sol abrasador y una ciudad vacía que no se encuentra; una ciudad que huye en dirección a la diáspora festiva. Pero San Fermín, a pesar de todo, puede ser mejor que el sexo, como decía el inolvidable José Antonio Iturri.
Jazz y flamenco en Vitoria
Como decía, el viernes me fui a Vitoria, a su festival de Jazz, para ver a Morente y Rafael Riqueni y a Tomate y Michel Camilo, un pianista cubano que se muere en cada nota y que está en la mejor estela de Bebo Valdés, que evoca por momentos el estrés sonoro de Chick Corea y que hace temblar las notas como Michael Petrucciani. Pero yo fui a ver a Enrique Morente, al maestro que me conmovió en Logroño como hacía tiempo, y que se enuentra en un increíble momento sonoro: más poderoso que casi siempre, más sabio, increíblemente melódico y reencontrado con una guitarra que suena diferente en cada falseta, en cada compás: Riqueni, con el que se lió para venir a La Rioja y con el que ha encontrado un nuevo decirse las cosas, una exigente complicidad que parecen extraídas de los viejos elepés del maestro granaíno con Pepe Habichuela. Pero Riqueni, que sabe a Sabicas, se moja con Enrique y Morente suena más flamenco que nunca, como en la siguiriya o la soleá, grandes como pocas. Las alegrías, los versos de Garfias, de Manuel Machado y el insufrible calor de Mendizorroza y sus cervezas hicieron lo demás. Después Tomatito, gregario de lujo, y Camilo. Y digo gregario porque rellena el cuadro sonoro y porque parece empeñado en ligar su guitarra al Friday night in San Francisco de John McLaughlin, Al di Meola y Paco de Lucía. Por lo demás, para morirse. Al final, cuando llevábamos tres horas en la sauna, salió Morente y se marcó el clásico de Billie Holiday, Summertime, en tono de rondeña cantando en inglés y abriendo una puerta más en su camino. Gracias, Enrique, ya eres tan grande que cada día es más fácil entenderte.