Matías Tejela me gustó. Esto de primeras y por si las moscas. Primero porque ha venido a Madrid este año con hambre, con las ideas claras y con ansias de triunfo. De hecho, cuando en las modernas tauromaquias los toreros, a veces, se nos aparecen como seres sin espíritu –recordemos el año pasado y las tristes confirmaciones–, parece mentira las historias que se leen de los clásicos, de la competencia feroz que arrancaba en los patios de cuadrilla. Vamos, que ni dios perdonaba un mísero quite. Y por eso me gustó Tejela, quien por cierto toreó muy de verdad al natural, sobre todo en el primero, toro al que cuajó entre sus nervios, entre la lógica aceleración del joven meritorio al que se lo han puesto muy duro desde novillero pero que me da la sensación de que tiene madera de figura. Tejela manejó bien la zurda, cogió la muleta por el centro del estaquilllador y la arrastró desde los belfos con los vuelos hasta el final de su cadera. Creo que puede depurar bastante más sus formas, sus contorsiones antinaturales, pero ayer, sólo el mal manejo de la espada le privó de una Puerta Grande que a lo mejor hubiera sido algo baratilla pero que me hubiera alegrado bastante la jornada. Me gustó también la corrida del Puerto de San Lorenzo, una ganadería que nos hirió en San Mateo por sacar en Logroño, al menos, un toro afeitado. (Pero esto es otra historia, inacabale, triste y penosa, por cierto). Me encantó la presentación, la rotundidad de los corpachones de Atanasio, las velas y el impresionante velamen del sexto. Eso sí, fue mansa como ella sola, pero los seis tuvieron faena y los seis merecieron mejores faenas. El Fandi, como casi siempre, un desastre con la muleta, por su descolocación y falta de tino en terrenos, distancias y planteamiento y César Jiménez, que no pasó de voluntarioso, se equivocó en el planteamiento de sus dos faenas, sobre todo en la que empezó de rodillas por alto con aquellas gurripinas infames con las que destempló al toro. En el otro, apunto en su haber el irse tan lejos porque pudimos ver galopar a un astado en Las Ventas y eso siempre es un espectáculo, a pesar de los cronistas, de los aduladores, de las cabezas de chorlito, de los picadores y del afán de los comentaristas en cada pase de pecho: ¡¡¡güeeeeeeeeeeeeeeeno!!!, dicen al unísono, como si fueran los apoderados. Ah, acaso no lo son, dice un amigo mío.