Ginesa Ortega tiene una mirada dulce que se pierde en el infinito cuando saborea la malagueña, cuando acurruca la garganta y el llanto se entremezcla con su fuerza y su dulzura. Ginesa Ortega no sabe de amarguras y cuando el dolor del cante se hace necesario, ella parece dotarlo también de esa melosa sonanta que resguarda en su garganta, que como un tesoro anida en el corazón de una cantaora efervescente y poderosa, no muy larga, cabal y clásica. El concierto tuvo dos partes y su sentimiento también. A medida de que fue apoderándose la noche de las circunstancias, los temblores iniciales fueron dando paso una y otra vez a cantes más comprometidos, a la ilusión que supone para los aficionados contemplar con los oídos cómo se navegaba en los albores del cante –gitano tal vez, universal seguro– por los ritmos abandolaos o por esa siguriya deliciosa que embaucó hace casi un siglo a Manuel de Falla, un clásico que cuando casi todos miraban al flamenco con desprecio, depositó su corazón en un Manolo Caracol que era un niño, un niño inteligente que cantaba con un perfil casi mítico, como las esculturas de Miguel Ángel Sáinz, una nueva pasión descubierta por Ginesa y artista al que dedicó uno de los cantes del pasado jueves.
Pero esta cantaora, además de dulce, es inteligente. Ella sabe que en los espacios pequeños el cante debe decirse con minuciosidad y sin alborotos. A Ginesa se la imagina uno por la Barceloneta, paseando por la playa descalza y soñando la taranta o el compás milagroso que tienen los tientos cuando por arte de magia se hacen tangos, o la soleá, mimada en este caso por Juan Ramón Caro, un guitarrista con barba y aire de intelectual, que origina silencios y convulsiones, que es capaz de arrullar a Ginesa y que comparte con su compañera de viaje ese amor por el flamenco, esa sensación de que lo que ellos hacen sobre el escenario es mucho más que una simple actuación: conocen el tesoro que arropan y por ello lo cuidan y respetan.
Sin embargo, aunque Ginesa Ortega se deshizo en una siguriya inolvidable y me estremeció con su malagueña, dio la sensación que parte del público no vivió el mismo arrebato. Son cosas del arte, dirán; son cuestiones que no tienen explicación y que quizás convenga no buscarla para dejarse llevar por la aventura de la ingravidez de lo que no resiste análisis, de lo que no se puede medir porque el alma no pesa ni ventiún gramos.
Se acabaron –un año más y van diez– los Jueves Flamencos en el Salón de Columnas. Pero los aficionados estamos de enhorabuena: la semana que viene actúa en Logroño Enrique Morente. No se lo pierdan.
o Sexto concierto de los Jueves Flamencos, jueves 30 de marzo de 2006; lleno (localidades agotadas).
Cante: Ginesa Ortega Toque: Juan Ramón Caro