Enrique Morente cautivó al Bretón gracias a un maravilloso concierto en el que transitó con extremada dulzura por los cantes más hondos y clásicos del flamenco, por esas veredas musicales que hacen de este arte algo inconmensurablemente bello, atrozmente necesario, irremediablemente desolador. Y, sobre todo, cuando el que lo dice es alguien como Morente, el cantaor más grande de cuantos habitan en el Olimpo del Flamenco.
El maestro granadino está dotado de un inusitado temperamento creativo, de una alucinante personalidad que cuando traspasa esos cantes –la malagueña o la soleá, para no ir más lejos– parecen nuevos, como salidos antes de ayer mismo de un horno fulgurante en el que lo de hoy se acuesta con lo viejo y sorprende por donde amanecen los tempranos, por donde Enrique quiere o por donde le da la gana, a través de esos melismas suyos tan personales, tan increíbles y enrevesados, que cuando remata las coplas se rompen las copas de la madrugada, por rendir homenaje al ‘Poema de la Guitarra’ –de Lorca– con el que nos regaló en los albores de su inolvidable actuación. Además, en Logroño había ganas de sentarse tranquilo a escucharlo, a sentir cómo le palpita el corazón en esos silencios de catedral –Jorge Quirante dixit– con los que fue parando el tiempo y el compás al ritmo de una inspiración que fue haciéndose más evidente todavía a la vez que el concierto iba a ir cuajando en una de esas noches mágicas, de las que no se olvidan. Y todo ello pesar de las inevitables cigarras que bamboleaban la cabeza con autoridad, con la autoridad, claro, que da la ignorancia.
Enrique Morente, el más grande (se repite para las cigarras), no tiene que demostrar nada a nadie, pero salió a Logroño el jueves con ganas de agradar y nos dejó ensimismados, como en los tientos tan cabales con los que mecía el aire con tanta ternura que algún cronista rompió a llorar mientras degustaba los ecos de la malagueña de las campanas de Don Antonio Chacón o de la soleá infinita en la que Rafael Riqueni adormecía el compás con excepcional lentitud. Qué pereza daba levantarse después de los fandangos, tan bonitos, tan hondos y tan bien traídos al final, después de haber toreado con la gracia sutil de un Rafael de Paula, ese torero onírico al que Morente dedicó un día sus preciosos ‘Tangos de la plaza’.
Conviene recordar que también vimos a Morente por bulerías y tangos, por alegrías, por tientos y acompañado por un guitarrista al que el propio cantaor miraba con admiración en una noche en la que estuvo sencillamente memorable, con el lucimiento justo, con la complicidad de una recíproca sintonía que contribuyó de forma decisiva a tejer –con la ayuda de ‘El Bandolero’– una velada para el recuerdo, para seguir siendo amantes del flamenco.
o Séptimo y último concierto de los Jueves Flamencos, 6 de abril de 2006; lleno (Concierto extraordinario en conmemoración del décimo aniversario del ciclo celebrado en el Teatro Bretón).
Cante: Enrique Morente. Toque: Rafael Riqueni. Percusión: ‘El Bandolero’