Cuentan que San Agustín aseguraba que él era dos y estaba en cada uno de los dos por completo. Y el jueves, con Menese, fuimos todos dos gracias a él, a su cante, a la espesura de su voz y a la fuerza del animal flamenco que lleva dentro y que en Logroño se desperezó de manera inusitada: era José Menese, Menese en estado puro. Es lo que tiene la magia de este arte inmemorial: la inspiración y la sorpresa, la ventura de sentir a milímetros de la piel a un cantaor que es leyenda viva del flamenco y de España entera y que se asomaba a un recital de provincias con un vigor y una marca de maestro grande que sobrecogía. Y es que a estas alturas, Menese no tiene nada que demostrar a nadie porque no se puede entender el flamenco sin su presencia, sin su quejido y sin esa voz tremebunda y astuta que atesora, una voz que nos recuerda que somos humanos y que ni la ciencia ni las matemáticas pueden dar explicación ninguna de dónde ni como se gesta. Dice Menese que a él su madre Remedios lo parió así. Y así debe de ser porque sino no se entiende tanta fuerza y tanta fragilidad en un hombre que hace del flamenco más hondo su única explicación, el más grande de los compromisos artísticos. Porque a José Menese no se le puede entender sin el flamenco y el flamenco no sería lo mismo sin artistas como él, tan expresivos, tan rotundos y tan irrenunciablemente libres. La noche tuvo dos partes. Los inicios del concierto vinieron marcados por la necesidad expresada por el propio cantaor de congraciarse con una afición que no le pudo ver en plenitud la última ocasión que pisó Logroño. En éstas, el maestro tiró de repertorio y con cierta frialdad comenzó su travesía por tonás. Después llegó la nana –el mismo cante con el que se rompió hace seis años–y la verdad es que lo bordó con esa suavidad suya que parece inapelable. Los cuatro siguientes palos (garrotín, mariana, cantiña y rondeña) fueron sirviéndole para ir templando su voz con momentos plenos de inspiración, como en la cantiña y en ese soniquete de ronda abandolao en la que tiraba su voz como suspirando. Llegó el descanso, apareció una tibia luna gris sobre su cabeza y tras los tientos se presentaron los momentos más hondos y flamencos que ha vivido esta ciudad en años. La apuesta había salido bien y Menese recrecido iba a poner una raya en el horizonte: aquí el flamenco, lo demás no importa. Hubo algún incauto que pidió el fandango. ¡Qué inoportunidad! Y el maestro, rebelao, le contestó con una soleá apabullante y desconsolada, con una soleá negra, cabal e inalcanzable. Pero la cosa no terminó ahí, ya que la siguriya de José nos supo como una entelequia que fue desbrozando palmo a palmo, respirandola hacia afuera con una sonoridad y un ritmo mecido por Antonio Carrión increíblemente bellos. Y el maestro se fue y nos costó sacarlo para terminar su maravillosa noche con una guajira tan delicada y sinuosa que la voz de José Menese se nos había hecho de agua.
o Segundo concierto de los Jueves Flamencos del Salón de Columnas de Logroño, jueves 2 de febrero de 2006; lleno (localidades agotadas). Cante: José Menese; toque: Antonio Carrión