martes, 17 de enero de 2006

Ha vuelto

Por Maite Esparza

Arribó en esta ciudad pequeña y acogedora, y algunas veces inhóspita si uno no conoce los referentes que mueven a sus inquilinos, una semana antes de los Sanfermines. Dos camisas de diseño imposible para algunas mentalidades cuadradas, un vaquero recosido que en algún momento había querido parecer negro y entonces ya no le quedaba más remedio que serlo y unas cuantas fotos de los toreros bajo el brazo. Llegó con la cabeza poblada de ruedos enfervorizados, cornadas y miradas bajas a la arena deslizándose por los rizos de trianero que le adornaban la nuca. No quería salir a hombros de la plaza, quería contarlo. Para eso se traía puesta la pasión del recién nacido a esta merienda de negros que es el periodismo.
Convirtió un puñado de líneas de la página taurina en su rincón de cronista crítico, vividor y bebedor de la fiesta, de la que bullía en la calle y de la que hervía en la plaza. Y desde allí consiguió que Hemingway, que nunca quiso tener tiempo para ser puntual, esperase cada mañana a que abrieran los quioscos del cielo para devorar sus retratos de la feria. Cuando los cuchillos se iban afilando en la plaza, mientras la sangre empezaba a bañar la arena y el animal miraba al hombre con muerte en los ojos, él iba tejiendo su particular tarde de toros, distinta a la de cualquier otro abonado de sombra. Imposible de repetir ni de sentir, de contar ni de cantar de aquella manera. Dudo que nadie de la afición consiguiese no enamorarse de su pluma, pero tengo que decir que consiguió más, que alguien completamente ajeno al mundillo del toreo, sus tardes y ceremonias, se asomase de la mano de Hemingway a aquellas páginas. Porque no era una crónica de la corrida, era poesía en la arena, toros azabache bailando perseguidos, toreros que querían dibujar coreografías mortales. Debe de haber muy pocos afortunados que saben encontrar esa magia oscura en la plaza. Y desde hace tiempo queda uno menos, porque a partir del día que su pluma amaneció afilada como una espada para hacer justicia en el coso, los toros miran con una mirada triste por los tendidos sin encontrarlo. Hubo quien no quiso entender que las decisiones de quien preside una corrida sólo se aplauden si tienen un fundamento, y la ingenuidad de creer que se puede opinar con libertad desde una crítica en la que uno ha estampado su firma le salió cara. Este año ha vuelto y los animales ya le han olido y los toreros han empezado a inquietarse ante su exigente presencia y la afición quizás pueda enamorarse otra vez de la feria desde sus líneas. Creo que ya es hora de que vuelvan a darle la alternativa.

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