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No sé si en el fondo las cosas me suceden porque soy un sentimental, pero ayer estuve viendo la película de Camarón y me pasé todo el pase (válgame Dios, qué redundancia) a lágrima viva. No tengo la menor idea de si la peli es buena o mala, si el ritmo del discurso está logrado y si Jaime Chávarri –su director– ha conseguido lo que pretendía. Ni lo sé ni me importa, pero por momentos vi a Camarón vivo con su exuberante cante en una magnífica recreación, por ejemplo, del mítico concierto ‘au Cirque d’Hiver’ en París, donde Óscar Jaenada (el actor que da vida al cantaor de la Isla) lo borda en un papel que si no se hace con su sensibilidad hubiera podido rayar lo grotesco. Y ése era el miedo que tenía, a lo grotesco, a lo fácil que era caer en el tópico de la vida de un gitano imperial hacia fuera pero lleno de sensibilidad y sencillez en su vida interior. Un hombre sencillo. Así era Camarón, un hombre que vivía abrumado por el mito que le rodeaba y que se sentía bien con su música, con su amigos, con su flamenco y con ‘La Chispa’, que también da gusto verla.
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La muerte ronda desde el principio, y el toreo y la boda gitana, que es un placer para los sentidos. Pensando en la película echo en falta muchas cosas y me sobran algunas otras, pero me emocioné como hacía mucho tiempo que no me pasaba en un cine.
(P.D, La última que había visto fue ‘El hundimiento’)