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lunes, 24 de octubre de 2005
Una teoría algo menos que descabellada
En el toreo, como en la vida, ejercer la libertad y la crítica es una pasión tan dulce como complicada, tan apasionante como, a veces, desalentadora. Parece que los valores eternos de la tauromaquia han pasado a la más oscuras bodegas de la memoria, a esos lugares donde el desaliento campa por sus anchas, con la misma desvergüenza que los mal llamados veedores pisotean las ganaderías para que por encargo de las figuras y de muchos que no lo son, cercenen de raíz los pitones de los toros. No existe mayor vileza ni tropelía contra un ser vivo que aniquilar su integridad y no digamos nada de lo que este atentado significa para un toro bravo. Durante las innumerables ferias que se han celebrado se han cortado orejas y rabos por doquier, se han dado –sin que nadie lo remedie– cientos de miles de derechazos alevosos, de esos en los que se ofrece la muleta perpendicular con la anatomía del torero contorsionada hasta la desesperación y en la que los lances en vez de ser rematados hacia adentro y por abajo, van hacia fuera. La suerte de varas –eje fundamental por donde ha de crujir la lidia– no sirve para ahormar al toro; más bien todo lo contrario. Si el animal sale con poder –cosa extraña pero posible– los de castoreño, bien aleccionados por su jefe de filas, le darán estopa. Si sale flojo, picarán trasero y caído para que se mueva todavía menos. Esa es la realidad de un espectáculo grandioso que no tiene parangón y que dos generaciones de taurinos si escrúpulos están desvirtuando hasta llegar a extremos en los que un apoderado de una figura deambula diciendo por los callejones que a los toros se les afeita por una razón: “Porque los toreros son personas humanas que necesitan de unas mínimas condiciones de seguridad para poder desarrollar su arte con garantías” (sic). Esta frase la pronunció el mentor de una figura del toreo que el año pasado toreó en Alfaro el mismo día de la corrida y se quedó tan ancho. Ahora bien, el que suscribe, que la oyó para su desesperación, ni le causó sorpresa por el fondo ni por la forma en la que se pronunció. La razón de esta teoría algo menos que descabellada se sustenta sobre varios estribos y contrafuertes pero sobresale uno por encima de todos: al apoderado de dicha figura, al igual que lo que sucede con la mayoría de la gente del toro, les da absolutamente igual el toreo, no les importa un bledo porque su afición es de pega y sólo sirve para comer bien en buenos restaurantes y si se puede sin pagar un duro. Del toreo sólo les sirve lo que les da pingües beneficios. No tienen el menor recato en ir diciendo por ahí lo siguiente: “Miren ustedes, aquí estamos nosotros, lo que manejamos el cotarro: ganaderos insolventes, matadores mediocres, empresarios incompetentes, periodistas que cantan nuestras virtudes por un plato de lentejas y estamos aquí para llevárnoslo crudo a costa de ustedes”. De un lado la masa informe de público que abarrota los tendidos (aunque este año parece que con menos asistencia que en mucho tiempo atrás) y que como carece de criterio le da absolutamente igual todo; sólo quiere orejas, orejas, orejas y que se les vea bien en su localidad. De otro lado están los aficionados, un grupo cada vez más marginal que ni pincha ni corta pero a los que se les llevan los demonios cuando ven que en la mayoría de las plazas ni uno solo de los toros que salen por la puerta de toriles está limpio de pitones. Y todo porque un maldito veedor, a sueldo de una figura del toreo, o de un mediocre o de sencillamente un desalmado, se habrá paseado por los cerrados de una ganadería para decirle al escofinero de turno: “Tócalo bien, que no quede ná”. Así que la teoría es muy sencilla: a la mayoría de los taurinos no les gustan los toros, ni les interesa nada de esta fiesta, sólo viven de aforismos y de definiciones y ellos son, sin duda alguna, los mayores enemigos para su supervivencia, por encima de los ridículos decretos del Parlamento de Cataluña que prohíben a los menores de edad entrar a las plazas. Ellos son los enemigos de la fiesta, la fiesta que a pesar de todo es grandeza, como decía el añorado Joaquín Vidal.