Hay dos cosas fundamentales para que un torero sea tal, además de la de la humana condición, aspecto éste que se da por descontado en la mayoría de las ocasiones. Una de ellas es el valor; la otra, la afición. Contaba Juan Belmonte que cuando se inició por los vericuetos de la tauromaquia no sentía el más mínimo interés por el arte de los toros. Es más, que las reglas le traían sin cuidado y que la técnica le era tan ajena como la lecturas de El Capital. Cuenta el Pasmo que andando el tiempo, después de compartir muchas tardes con Joselito, empezó a aficionarse, a leer sobre el toro, paladear los encastes. Cuando viejo, Belmonte amaba el toreo como nuca antes lo había hecho. Pero ya no estaba a su lado el Príncipe de los toreros y sus años apenas le dejaban ponerse delante de ninguna eralilla cárdena que tanto gustaba tentar a lomos de la Sierra Carbonera. Pero Belmonte tenía valor, un valor inconsciente que asombró a una España que no podía creer los terrenos que pisaba. Se quedaba quieto, ojo, no toreaba en redondo. Sus primeras faenas se basaban en pases regulares y cambiados. Esto es, mostraba la muleta al natural y los despedía después, sin girar los pies, con pases de pecho a media altura. Después, con el paso del tiempo y por el influjo de Joselito, Belmonte hizo el toreo en redondo por ambos pitones. Pero ése no era el Belmonte clásico, el Belmonte de Gregorio Corrochano. Lo cierto es que Belmonte encontró en el toreo el punto de fuga para abandonar la vida que le esperaba como peón caminero o quincallero a la sombra de su padre. Su única arma, la desesperación y un valor escalofriante.
Creo que el valor es la piedra angular del torero; si no hay valor es imposible torear. Lo que sucede es que al valor se puede llegar de muchas maneras, incluso de manera inconsciente. Voy a tratarme de explicar.
Valor poético: Rafael de Paula es un torero medroso, frágil y capaz de echarse de cabeza al callejón. Sin embargo, en el momento menos esperado, cuando la situación parece materialmente imposible, surge un arrebato –inconsciente, intuitivo, inhumano también– se encuentra con aquel toro de Benavides y tras ser volteado desgrana la faena milagrosa. Fue como un sueño o una alucinación colectiva a pesar de que todos la vimos. Pero qué pasaba por la cabeza de Rafael en esos momentos. Yo creo que se dejó llevar, que aquello no se lo dictaba la cabeza, no se lo podía dictar algo reflexivo. Pero era el toreo. Sin embargo, lo que sabía Paula –un momento antes y un momento después, pero no cuando toreaba– es que en cualquier momento podía ser empitonado. De ahí su magia, de ahí su valor inconsciente, irreflexivo....
Valor heroico: Otro tipo de valor. Pongo el ejemplo de José Tomás en su estado puro, tal y como lo vi en Logroño en 1999: Salió José Tomás y con la muleta empezó aguantando uno de esos terroríficos parones. Si quieto estaba el toro, más quieto se quedó el torero. Tragaron saliva él y toda la plaza al unísono y resolvió con un derechazo mandón como un cartel. Puso sitio entre su anatomía y la del descarado cornúpeta y acto seguido comenzó a brotar el toreo. El animal se continuaba colando y el de Galapagar se echó la pañosa a la izquierda para que rugieran los tendidos tras cada uno de sus naturales, algunos inverosímiles, con la cargazón y el viaje del toro absolutamente consumados en una belleza formal que casi parecía un ejercicio de estilo. Citó por dos veces con la derecha para cambiar la muleta de mano. En la primera casi viaja hasta el reloj, en la segunda obligó tanto la embestida que el animal se había convertido en un toro noble y con recorrido, cosas del toreo cuando se practica con pureza. Sucedió sencillamente que Tomás se colocaba al citar en el centro de la suerte presentando la muleta por derecho. Se lo traía toreado y embebido una y otra vez, dejaba el toro colocado y volvía a cargar la suerte para deleite de la santa afición ligando siempre y sin perder ni un paso entre cada lance. Pasé miedo en la plaza porque le veía cogido una y otra vez. Y el tío allí, quieto como un poste y sin mirarse. Aquello era de un estoicismo arrebatador. Pero a diferencia de Rafael de Paula, José Tomás sí era consciente, (antes, mientras y después) de que aquello le podía costar la vida. Por eso y a pesar de eso, este tipo de valor es al que más importancia le doy. Un torero que me alucina ahora es Sebastián Castella, que da la sensación de que disfruta con el valor, con su superación a través del riesgo.
Valor cartesiano: ¿Tiene valor Enrique Ponce?. Hay muchos que apostarían su pierna a que no. Bueno, hace unos años en Logroño –procuro hablar de lo que veo– se enfrentó a un marrajo de Adelaida Rodríguez. Y dio una lección. Tiró de todo su repertorio técnico para administrar los terrenos del toro, sus distancias; fue consintiendo a un mulo que de principio se negaba a embestir, quedándose siempre debajo de la barriga, y sin tocarle ni una sola vez la muleta, fue capaz de dar dos muy buenas tandas de naturales. A pesar de todo, le pitaron una y otra vez gritándole pico, pico, pico....
No metió pico y se cruzó. Le he visto pocas veces en una tesitura similar, cierto, pero no voy a negar lo que he visto, a pesar de que pueda parecer que valorar a Ponce no sea de aficionado 'pata negra'. Pero ésta es otra historia. A lo que voy. Ponce no tiene el valor de José Tomás, desde luego. Él basa su valor en un conocimiento exhaustivo del toreo, de lo que necesita el toro en cada momento, o el torero. Digamos que es el valor cartesiano, el científico.
Valor desesperado: Hay toreros como Fernando Robleño que en los momentos claves de la temporada –léase alguna tarde madrileña- salen sin freno, como llevados por una desesperación. Eso le da motor para unas cuantas tardes concretas, pero para poco más y luego, cuando llega el momento de hacer temporada, la mayoría de las tardes resultan incapaces de apretar el acelerador.
Falso valor: Es el de muchos toreros que aparentan o no tenerlo, pero que la mayoría de las veces salen íntimamente derrotados a los ruedos. Este tipo de toreros –que son mayoría– pueden aparentar valor, e incluso tenerlo al principio, pero se les acaba pronto (Finito, Puerto, Rivera Ordóñez y un largo etcétera).