sábado, 15 de octubre de 2005
El toreo no es una entelequia
Imaginémonos un toro hermoso como una catedral, con su nervioso corpachón saliéndose por los cuatro costados, pegando el rabo chicotazos, con la mirada fija en una poderosa muleta. Lo citan por derecho, de forma cadenciosa, bella, ensimismada. Y justo ahí, cuando el diestro adelanta el engaño para el cite, en el momento en que se unen la embestida y la muleta, cuando el belfo se sobrecoge y el matador templa el lance, surge toda la belleza del embroque. El torero, si tiene el suficiente valor, gana terreno al toro adelantando la pierna contraria y, una vez enviado el viaje de la res tras la cadera, con un suave giro de cintura, se vuelve a quedar colocado en perfecta rectitud con el fin acometer el siguiente muletazo.
Ha hecho lo que Domingo Ortega definió como cargar la suerte y el toro ha descrito con su recorrido un imaginario signo de interrogación con el lidiador situado en el eje geométrico de tan preciso y emocionante dibujo. Esto es el toreo, a pesar de que muchos se inventen fascinantes retruécanos para argumentar que la piedra angular de la tauromaquia es una falsedad invocada por inmarcesibles críticos taurinos o por aficionados ilusos que, en el fondo, desconocen cuanto describen. No. El toreo no es una entelequia, es un ejercicio de valor inmenso que muy pocos diestros están capacitados para ejecutar con semejante pureza.
Por eso, cuando surge el toreo, así sentido, tamizado por la personalidad de cada diestro y conjugado según la condición y los pies del morlaco en cuestión, todo resulta inundado por un desgarrador aroma, por una fuerza vital que hace de la fiesta de los toros un espectáculo incomparable donde tienen tanta importancia detalles tan aparentemente livianos como el juego de muñecas, los leves y sutiles toques con la muleta o la elección de unos terrenos determinados.
Porque aquí, las matemáticas no tienen más sentido que dividir la lidia en tercios. A partir de ahí, llega el turno del valor y de la inspiración, ya que no es posible hacer el toreo si el lidiador no posee ese resorte metafísico que le impulse a colocarse en un lugar tan comprometido donde irremisiblemente brota la emoción.
Decían de Juan Belmonte que se dieran prisa en ir a verlo porque, si seguía toreando así y entrometiéndose en los terrenos del toro, pronto sería descuajeringado. Se equivocaron. Tuvo que ser precisamente "Joselito", el maestro de maestros, el lidiador más sabio y eficaz de la historia del toreo, el que vio segada su vida en una aciaga tarde talaverana. Porque, como antes se decía, el toreo no es como las matemáticas, ni tampoco una entelequia.
Belmonte supuso la mayor revolución técnica de la fiesta de los toros porque se olvidó de sus piernas para la lidia y se colocó en mitad de las vías del tren (en esos terrenos casi imposibles). Así, cuando pasaba el "expreso", lo lanceaba sin moverse un ápice: primero lo descarrilaba cargándole la suerte y después, llevado con la muleta, dejaba al toro dispuesto para el obligado de pecho. Y Belmonte, sin moverse, volvía a quedarse cruzado con la res. Sería por eso que José Bergamín le cantó: "La tarde que mataron / al Espartero / Belmonte, que era un niño / se quedó quieto. / Tan quieto que el torero / que en él había / cuando veía a un toro / no se movía".