El arte de Chano Lobato no se puede aguantar; es inconmensurable, es tan fascinante como grandes los embustes de Ignacio Espeleta, del que acostumbra a relatar Chano que se encontró en el fondo de la bahía de Cádiz un faro fenicio que todavía aguantaba encendido desde los albores de la antigüedá. Y eso que sólo estaba pescando caballas... y no enseñando Cádiz a ningún guiri, ni explicando a nadie que la Virgen de la catedral no tenía niño jesús porque lo había mandado a hacer un recadillo a los muelles...
Chano Lobato volvió el jueves a Logroño; se reencontraba con una afición –la suya– que lo venera como a casi nadie y se dio una vuelta de algo más de dos horas por esos cantes que lo hacen inimitable y por las mil y una historias que tiene a bien compartir con el ancho mundo, porque Chano tiene en su mente guardadas vivencias de todos los continentes; cada uno recorrido cantando flamenco, pasando fatigas y alegrías, peleandose con las llaves de los hoteles de Hollywood o cabalgando entre los terremotos del Japón, la nieve de Canadá –que cuando se pone pesada le llega a uno más arriba de la cintura–, los bifes de Buenos Aires o sin ir más lejos, los conejos de Rute, que uno se llama Gregorio y le da a Chano recuerdos todas las navidades.
Y va Chano y lo cuenta con la misma gracia que quien se sube a un autobús para ir desde Triana hasta Nervión compartiendo viaje con abuelos achacosos y con un chófer que parece que está loco: «Es que se empeña en matar a cinco jubilados en cada frenazo».
Así suena el surrealismo mágico de Chano Lobato (Cádiz, 1927) que se vanagloria de su madre –por ventura todavía viva– porque juega a la lotería primitiva con el afán de quitarle de cantar. Pero a Chano no lo quita de cantar nadie porque canta como nadie y digo yo, que no puede haber nadie en su sano juicio que pueda prescindir de escucharle, como le escuchó el patio del Salón de Columnas el jueves, bien cuando cantaba como los mismos ángeles, y no es un exageración, o cuando hacía chascarrillos con la caída de ojos del Chato de la Isla, un cantaor que tenía un termo que se lo llevaba una de sus hermanas con té, como los indios, porque al Chato de la Isla –que ya tiene una edad, tú me comprendes– le han prohibido el alcohol. Pero Chano sabe que el termo no tiene té, sino güisqui, que Chano lo pronuncia así porque le da la gana, por eso dice Yon Güaine y Fred Astaire, dos artistas que no pudo ver porque cuando pasó con el tren por el Cañón del Colorado se había hecho de noche y la lata aquella que había comprado el Chaqueta no tenía pollo/chiken, y eso que el Chaqueta sabía inglés porque tenía una novia que trabajaba en Gibraltar y le había enseñado lo de la pronunciación.
Y así, con estas cuitas, se entretuvo el maestro entre cante y cante, porque como se ha dicho antes, Chano Lobato cantó como nadie canta ya, como en esa siguiriya bélica y racial en la que además de pasear la garganta por varias tonalidades, se plantó en medio del universo y nos hizo crepitar con su desolado sentimiento. Como en la soleá, donde Fernando Moreno –que también se arrancó por chascarillos– dejó una entrada y varios fraseos sensacionales. Y es que Fernando sabe como pocos estar a la altura del maestro, siempre atento a sus requiebros, con un compás acorde a la genialidad de un cantaor que embriagó en la bulería y los tangos pero que se dejó el alma en la guajira, la del cafe bebido y ese papelón al que llaman diario.
Y así, dos horas de cante de cante y cuentos, de tanguillos de Cádiz, de rumores de Pericón, del Cojo Peroche, de Rosario la Mejorana y de ese imaginario inagotable de un hombre de los que ya van quedando pocos.
Foto: Fernando Díaz