jueves, 22 de septiembre de 2005

TERCERA DE FERIA DE LOGROÑO

El Juli se hizo el amo

Martelilla / Rivera, Juli, Gallo
Toros de Martelilla, desiguales de presencia y juego. 3º y 5º, codiciosos; 1º, devuelto. Sobrero de Ribera de Campocerrado, descastado.
Rivera Ordóñez: bronca y bronca tras aviso.
El Juli: silencio y oreja
Eduardo Gallo: silencio tras aviso en ambos
Plaza de toros de La Ribera. 22 de septiembre. 3ª corrida de feria. Más de tres cuartos de entrada.


El Juli puso ayer las cosas en su sitio. Se plantó en el platillo de la plaza con un encastado martelilla que se arrancaba de lejos y se jugó la vida sin tapujos, sin darse coba y con una asombrosa torería. Fue aparatosamente volteado, pisoteado y estrujado por un toro que sabía que no había hecho presa y le seguía buscando con saña lanzandole derrotes y tarascadas. El torero –ayer, torerazo– se levantó sin mirarse y se fue a la cara del toro para dejar claro que hoy, en este mundo, El Juli es el amo, el valor más seguro de una fiesta que necesita reencontrase con esa grandeza que tantos taurinos están empeñados en dilapidar, en hacerla pasar a la historia de los viejos libros de tauromaquia.
Como por ejemplo, y sin ir más lejos, Francisco Rivera Ordóñez, que fue justamente abroncado por una afición aburrida de ver la forma en la que masacró literalmente a sus dos toros en el caballo. Con el primero de la tarde anduvo desperdigando los muletazos –mejor dicho, las gurripinas y manguzás, como decía el maestro Vidal– desde que armó la muleta hasta que lo despenó. Pero lo peor de todo llegó con el que se despidió de Logroño, un toraco al que mandó vilmente al matadero de la acorazada. No tuvo piedad en los dos puyazos interminables y ventajistas que ordenó propinar a su picador, a la postre un mandado que también se llevó las iras de los espectadores. Después, cuando el animal deambulaba por el ruedo con la anatomía destrozada, Rivera Ordóñez se puso farruco con lo que quedaba del toro y también con los aficionados, lanzando miradas y desplantes desafiantes a un público que sólo le pedía torería, valor y profesionalidad, exactamente lo mismo que a continuación les entregó El Juli.
Con el toro de la oreja, el diestro madrileño acertó en dar distancia para acompasar su muleta con el viaje del astado. Es cierto que la faena no fue maciza, quizás algún muletazo pecó de excesiva rapidez, pero el torero pisó los terrenos del compromiso. Algún natural fue largo y templado y al final, cuando la plaza echaba humo, se vio arrollado al recortar peligrosamente las distancias y olvidarse de que el toro, encastado, no admitía las cercanías. La estocada, cobrada a ley, cayó desprendida. Daba igual, la plaza toda se había identificado con él y la oreja fue de ésas que no se olvidan, de las que hacen afición, de las que marcan las diferencias.
Eduardo Gallo se vio desbordado toda la tarde. El primer astado de su lote tuvo la virtud de la casta y el torero de Salamanca dio una paupérrima impresión: muleta retrasada por sistema, imprecisión en los cites y una colocación incomprensible.
Después, en el sexto de la tarde, se volvió a repetir la misma historia, sólo que esta vez el toro no tenía las mismas complicaciones. Dio la sensación de un aturdimiento impropio de un torero que lleva paseando su nombre en todas las ferias y en los carteles de postín.

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Blog de ideas de Pablo G. Mancha. (Copyleft) –año 2005/06/07/08–

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