Ganado caprino, ovino y porcino rinde cada día su tributo en el matadero para surtir la demanda de carne de la sociedad
En la carretera del Cortijo, curiosamente al lado de los viveros municipales, se encuentra el Matadero de Logroño. La vida y la muerte se dan la mano cada día en sus instalaciones. Ovejas, cerdos y vacas mueren para que los demás nos aprovechemos de los tesoros que guardan sus anatomías. Pero el sacrificio pasa casi desapercibido; es un paso de un proceso complejo y milimétrico que surte de las mejores viandas a las carnicerías de toda la ciudad.
UN FILETE de suave y deliciosa carne de ternera, perfectamente guarnicionado con unas buenas y crujientes patatas fritas, es un manjar al que muy pocos pueden resistirse. Se diría que es uno de los platos más comunes en el menú de cientos de hogares y al mismo tiempo de los más socorridos en las cartas de los restaurantes de medio planeta. Pero para que dicho filete llegue insinuante cada día a cientos de paladares hay que contar con un inevitable paso: convertir a la ternera en bistecs; sacrificar la vida del animal para que sus carnes, troceadas, analizadas y declaradas sanas, lleguen a ser una parte de la dieta de miles de riojanos.
Y ahí se encuentra la razón del matadero. Pocos conocen sus entrañas, su quehacer cotidiano y el lugar en el que cada día cientos de animales dejan su piel para que los demás saciemos el apetito y a la vez encontremos el solaz gastronómico gracias a los sabores que encierran en el interior de sus bien pobladas y lustrosas anatomías.
Allí, la muerte es el hecho más cotidiano. Más allá de prejuicios, o de ensañamientos, la muerte –destino natural e inevitable de todos los seres vivos– encuentra en este recinto una matemática equilibrada. Nada de lo que sucede en sus paredes se deja a la improvisación, desatino o desánimo. Por eso no hay saña. Todo el proceso, al que es inherente una sofisticada mecánica industrial, está diseñado con la vista puesta en dos fines primordiales: evitar cualquier sufrimiento innecesario a los animales y un tratamiento perfectamente higiénico de todos los productos. En el matadero es tan común el término aturdimiento como las batas blancas, botas, gorros y manguitos de los operarios.
Humanizar la muerte
Julián Somalo, veterinario jefe del Matadero de Logroño, abunda en el esfuerzo cotidiano que se realiza para este cometido: “El tratamiento a los animales se humaniza todo lo posible. Cuando llegan permanecen un tiempo en una serie de corrales para que se tranquilicen. Además pueden comer, beber y descansar. Después, cuando llega el momento del sacrificio, todo está organizado para que no se enteren de nada y sufran lo menos posible”.
Así que cuando a una vaca cualquiera se le presenta la hora de rendir el tributo para el que la sociedad le ha hecho vivir, se desplaza desde sus cómodos corrales por una angosta manga o pasillo y llega a un enjuto aprisco metálico donde será despenada por una pistola de aire comprimido. El trance no se alarga en el tiempo más allá de medio segundo, pero resulta impactante.
El matarife está colocado sobre una peana desde la que accede estirando sus brazos a la cabeza de cada res. El animal llega hasta su jurisdicción y en ese momento le dispara en la sien a bocajarro. La vaca se desploma inconsciente y aturdida, aunque a vista del profano queda prácticamente muerta. El estruendo del derrumbamiento del corpachón ya inerme sobre el suelo metálico es lo más estremecedor e inapelable de todo el trance.
Al momento, el suelo donde yace se desplaza como un volquete para caer en manos de unos extraordinarios carniceros para que su anatomía sea milimétricamente diseccionada. Un gancho recoge a la res de los cuartos traseros y la encarama a una posición que recuerda al saco donde entrenan los boxeadores. Se le quitan los cuernos, careta, patas y vísceras en una impresionante cadena de producción donde todo está aquilatado al mínimo detalle: “Nosotros sabemos la identidad de cada animal –explica Somalo, mientras analiza en su laboratorio tejidos de porcino–, de dónde procede, su estado físico e incluso nos preocupamos por su temperamento emocional. Hay que tener en cuenta que uno de los aspectos que más pueden influir en el sabor y en la textura de la carne está absolutamente relacionado con el estado de ánimo del animal antes de su muerte. Es lo que se conoce como el ph. Si un animal ha sufrido estrés en el proceso, la calidad de la carne se resentirá notablemente. Así, que la humanización del trance del matadero favorece no sólo a los propios animales sino a los consumidores, que disfrutarán de un carne con más calidad”.
Somalo se siente orgulloso de los controles que se llevan a cabo en el matadero: “Los productos cárnicos llevan un control muy riguroso. Me atrevo a decir que muy superior a otros muchos alimentos. Un escándalo como el de las vacas locas ha sensibilizado mucho a la administración y puede repercutir, incuso, en la demanda. En nuestro matadero, por ejemplo, se retiran las vísceras de riesgo de todas las reses que vienen de Francia”.
Julián Somalo, técnico experimentado y conocedor como pocos de su trabajo, pasea por los corrales y confiesa que cree que los animales que están aquí, “en el fondo saben lo que les espera. Es difícil explicarlo, pero hay algo que lo delata. Cuando hemos podido incluso hemos salvado algún animal. Tenemos tres o cuatro ovejas y carneros mansos que nos ayudan en el manejo del ganado y que por unas u otras razones han sobrevivido”.
Es la cultura de la carne. No queda más remedio que sacrificar a un animal si se desea aprovechar lo que lleva dentro. En los pueblos donde se celebra la matanza se sabe y se entiende, y aunque sea doloroso, es un paso inevitable, abunda Somalo mientras los expertos carniceros culminan el despiece de las vacas bajo la atenta mirada de los ganaderos, que en muchas ocasiones asisten al ritual para testificar el éxito de cada sacrificio.
En el matadero, además, se conocen los ciclos del año y las festividades: en Navidad y en época de bautizos aumenta la demanda y el número de cabezas que pasa allí su última noche.