martes, 8 de febrero de 2005

Un paseo por el Vino de Rioja



Saber degustar un buen vino es un arte complejo y tan rico en matices como el origen del misterioso líquido que nos ocupa. El sabio placer de trasegar un caldo tiene sus rituales y elementos que lo hacen preciso y precioso. Tanto es así, que la parafernalia del vino provoca que se conjuguen todos los sentidos al unísono para lograr que el rico néctar no sólo entre en el cuerpo sino en el alma de los degustadores. Por eso, la sensación que provoca un buen caldo es una fiesta para los sentidos cuando el ritual se cumple con arreglo a la norma.
Y eso se sabe a fondo en La Rioja, donde alrededor de 50.000 hectáreas de su cartografía se vuelcan en la creación de los caldos más nobles. Aquí, la vida cotidiana parece irremediablemente ligada al cultivo de la vid, al paso del grano al mosto y de ahí a las innumerables barricas, espacio sagrado donde comparece, al fin, la esencia de su envejecimiento.
En una campaña del Consejo Regulador de 1985, el escritor Nestor Luján señalaba así las zonas productoras de vino de Rioja: “La Rioja está dividida, según el Consejo en tres comarcas menores o subzonas. La Rioja Alta tiene por capital Haro, la bien llamada catedral del vino. El terreno de esta comarca es más bien accidentado y su clima se distingue por una gran pluviosidad, los inviernos son crudos y largos; los veranos, fogosos y cortos. La Rioja Alavesa, desde Haro a Logroño, expuesta al mediodía. La solanera hace que estos vinos alaveses sean espesos, alcohólicos, poco ácidos, de aroma muy pronunciado, de un color pleno y denso. En la capital de la Rioja Alavesa, Laguardia, recordamos haber catado estos mostos de la zona, vigorosos y autoritarios, importantísimos. Finalmente está la Rioja Baja, con Calahorra por capital. También ésta es tierra soleada, y las cepas de su viñedo, al que sirven de asiento varios afluentes del Ebro –como el Alhama, el Cidacos, el Leza, el Iregua, producen unos vinos de alta graduación (...). Son caldos de gran capa vinosa, de pastosa suavidad, de escasa acidez y de exquisito “bouquet”.
El vino de Rioja es el único producto de España y de los pocos del mundo que tiene reconocido por las instituciones un punto de calidad por encima de la mayoría de los productos de doble control. Es, para entenderlo, el más privilegiado de los privilegiados, el “primum inter pares” de los vinos españoles.
Hace unos años se produjo el fenómeno de la multiplicación de las Denominaciones de Origen y de las Indicaciones de Calidad. En ese maremagnun de vinos con apellido, se antojaba como imprescindible que el producto pionero de la calidad en España se diferenciara del resto.
Y es que el vino de Rioja tenía la honorable vitola de ser el primer producto de España que disfrutó de poseer una Denominación de Origen y de un Consejo Regulador que velara por sus intereses.
La perseverancia en proteger la calidad y la autenticidad de nuestros caldos viene de muy antiguo, ya que en 1560 los cosecheros logroñeses decidieron la elección de un escudo que fuera símbolo y testigo de calidad. Este anagrama correspondía a un entrelazado de las iniciales de los apellidos de los componentes y se grababa a fuego en los pellejos con vino que se enviaban al exterior. En el siglo XVII se produce un aumento considerable de viñedos, por lo que en el ánimo de seguir velando por la calidad y autenticidad de los vinos de Rioja, se adoptan distintas medidas que llegan, incluso, a reglamentar la cantidad de viñedos, prohibiendo nuevas plantaciones (Calahorra 1609).
Otro detalle curioso es que los propietarios de las bodegas ubicadas en la calle Ruavieja solicitaron la prohibición de circular carruajes por la zona, a lo que accedió el Ayuntamiento de Logroño mediante un acuerdo fechado en 1632 para favorecer la calidad de los vinos preservando la calidad de los calados.
Otra fecha importante es el 2 de mayo de 1790, cuando se celebra en Fuenmayor la primera asamblea de la Real Sociedad Económica de La Rioja Castellana, constituida en 1787 (como ampliación de la Junta General de Cosecheros de Vino de Logroño) con el objetivo de la mejora de los caminos que facilitarían la exportación de los vinos riojanos. La aparición del “oidium” de la vid, una enfermedad de la cepa, preparó la fase de renovación de nuestros vinos. En la segunda mitad del siglo XIX, se produjo en Europa la enfermedad de la vid conocida como filoxera. Arrasó los viñedos franceses en 1867 y en La Rioja no se detectó hasta 1889, lo que hizo que los viticultores galos se acercaran en busca de vino.
En 1880 una gran parte de los municipios riojalteños habían conectado con empresas vinícolas de Francia. Estas adquirían vino que a través del ferrocarril abastecían a las escasas producciones francesas, aportando a su vez, a los viticultores riojanos el “modo bordelés” para la elaboración y envejecimiento, con lo que nuestros caldos ganaban en aroma y en sabor.
En 1892 se funda la estación de Viticultura y Enología de Haro que centra sus actividades en realizar estudios de mejora, control de calidad y control analítico de exportaciones.
Y nace la Denominación
Es a partir de 1920 cuando se protegería, a través de un largo proceso, el nombre de “Rioja” en España. En 1925 se estableció para la región la primera Denominación de Origen de España, aún cuando cinco años antes La Rioja se reconociera legalmente como región de origen.
En 1926 se funda en Consejo Regulador de la Denominación de Origen “Rioja”, el cual, con el paso del tiempo se ha convertido en el órgano regulador y de control del vino de Rioja y en el máximo garante de su calidad.
Pero las casi 50.000 hectáreas protegidas por la Denominación de Origen Calificada de vino de Rioja no forman un paisaje de viñedo continuo, sino que éste se distribuye en una gran cantidad de manchas dispersas, siempre a una altura inferior a los 600 metros en un dibujo que si se viese desde la atalaya de un satélite podría recordar acaso una forma de lanza aunque algo achatada, cuyo nervio central es recorrido por un río. Este río (el Ebro) traza el mapa de noroeste a sudeste, y sus afluentes, Cidacos, Alhama, Najerilla y el Oja-Tirón riegan la zona haciéndola lo suficientemente para que se desarrolle la uva, que el el mágico punto de arranque de un caldo que ya trasegaban los emperadores romanos.
Que existan distintos tipos de copas para los vinos o que cada comida se acompañe con un caldo diferente dista mucho de ser una mera necesidad fisiológica, para convertirse en una capacidad propia y exclusiva de la raza humana, la capacidad de disfrute. De ahí la riqueza y la belleza de la expresión cultural del mundo que rodea y forma el vino.


Un paseo por las copas
Las copas de servir el vino han de tener un tamaño que no sea exagerado ni presuntuoso, aunque sí generoso. Cuando se sirve una copa de vino hay que hacerlo en una que tenga el tamaño suficiente para que una cantidad razonable ocupe únicamente entre un tercio y la mitad de su volumen.
Es muy importante que se trate de un cristal transparente e incoloro a fin de que todas las características cromáticas del vino puedan ser apreciadas sin merma alguna. También juega un destacado e importante papel en la construcción de la copa el borde de la misma, de forma que sea ligeramente curvado hacia el interior para que permita hacer girar el vino en la copa. El motivo es que se desprenda su aroma sin que se salga del propio. El cristal ha de ser delgado pero no frágil.
Para servir vino sin que ninguna de sus características, olorosas ni cromáticas resulten mermadas, es muy importante que las copas estén perfectamente limpias, brillantes y exentas de olores de detergentes o de armarios cerrados. Hay que lavarlas con agua caliente y el proceso de secado y abrillantado gana mucho si se realiza de forma manual. Además, resultan mucho más fáciles de abrillantar cuando aún están calientes. Es muy importante evitar que las pelusas del paño de secar queden adheridas a las copas. Los olores a armario cerrado suelen estar provocados por la costumbre de guardar las copas hacia abajo. esto, que es necesario en estanterías abiertas para evitar el polvo, se hace contraproducente en los armarios cerrados. Por ello resulta conveniente guardar las copas en armarios cerrados que tengan buena ventilación. Por si acaso, no está mal olerlas antes de ponerlas en la mesa.
La elaboración del vino
La elaboración del vino, la enología, con su carga científica, no es una disciplina exacta y es precisamente ahí donde radica su magia y encanto. El vino mismo, su existencia, hunde su razón en la fermentación. El vino se desnuda y brota porque unos pequeños organismos de tamaño microscópico, las levaduras, fermentan y el mosto se precipita en su ser y cambia radicalmente. Esta transformación, clave del proceso, es diferente según la técnica y el tipo de vino que se desee obtener.
Después llegará la crianza de los vinos, que es un proceso alargado en el tiempo y que ha de llevarse a cabo con suma delicadeza y guantes de seda para que el ser vivo con el que se está tratando extraiga de sí sus mejores razones.
Aquí surge, otra vez, el hermanamiento con la naturaleza a través de la madera. Ésta cede al vino sus sensaciones aromáticas y le presta sus propios taninos, que junto a los del propio caldo a envejecer, curten al vino, le otorgan parte de su prestancia. Además, se ha demostrado que la conjunción del vino y la madera retrasa la decadencia del jugo. Pero como en todo existe un límite que los bodegueros conocen al dedillo, ya que si el vino permanece más tiempo de la cuenta en la vasija de roble, los poderosos taninos ásperos de la madera se apoderan y consumen los aromas originarios del propio vino.
El caldo que se destina al envejecimiento es robusto y casi procaz con el paladar. Su color es vehemente y expresivo. La crianza durante el primer año se realiza en depósitos donde se decantan las partículas sólidas que aún conviven en el caldo suspendidas. Cada cuatro meses se trasiega para ir eliminándolas.
Antes de recibir el líquido, las barricas sufren una limpieza a conciencia quemando azufre en su interior para sanearlas y eliminar todo el oxígeno. El vino penetra lentamente a través de una caña hasta el fondo del recipiente con el fin de que no se forme espuma, para que el liquido no sufra ninguna oxidación por contacto con el aire. Seis meses en la barrica a una temperatura uniforme para que se produzca una microoxidación queda y uniforme. Tras este periodo se vuelve a trasegar el vino a otra barrica.
La segunda fase de la crianza en la barrica dura varios meses y se prolonga hasta que el bodeguero estime oportuno. El proceso de envejecimiento no ha terminado, ya que el caldo está en una etapa intermedia de su evolución tanto en lo que se refiere a los sabores como a los aromas.
Para la crianza en botella se utilizan recipientes perfectamente límpidos y corchos elásticos y resistentes, sin olores ni sabores extraños. Las botellas, llenas ya de la sustancia, se colocan en los calados donde permanecerán en forma horizontal. Allí, en esas naves subterráneas y sin cambios de temperatura, con una humedad relativa del aire