El mes de enero cumple como todos los años con la matanza, con el ritual del sacrificio de los lustrosos cerdos, eso sí, tan rollizos como capados y tan hermosos como inconscientes de su destino. Muchos pueblos de La Rioja se entregan a esta laboriosa tarea con el afán de sacar de la entraña del animal un sinfín de suculentas viandas, que luego, gracias a las especias y a las sabias manos de muchos hombres y mujeres, componen una parte sustancial de nuestra gastronomía.
l Arcipreste de Hita decía que había en este mundo tres cosas que movían al hombre : “Hallar juntamiento con hembra placentera, cama y buen sustento”. Y precisamente, allí donde la vida todavía tiene un sentido estacional y de contacto con la naturaleza, la tradición sigue marcando la existencia, como marca el reloj trémulo y monótono las horas en el campanario.
La matanza es un rito milenario que se pierde en el ancestro de nuestros pueblos. La muerte y sufrimiento del animal no es más que un angustioso peaje para que la vida pueda seguir su discurso.Y así, año tras año y sin solución de continuidad, se cuidan hasta el máximo los detalles para que no se pierda ni un ápice de carne ni una molécula del sabor añejo de los jamones, chorizos, pancetas, salchichones y cintas que se obtienen. El animal pasa su último día sin probar alimento ninguno. Aquí el ayuno es una vez más signo premonitorio y casi rito iniciático.
Cuando la luz de la mañana despereza, el matarife llega a la casa donde se realiza la matanza. Este día fue en Grañón, a la vera del Camino de Santiago, y cuando el invierno deja en los pueblos de La Rioja esa luz clara e indefinida de las horas en las que se levanta la niebla.
Luis, avezado maestro, lleva en su cuchillo impresa toda la sabiduría necesaria para que la muerte sea un trabajo limpio y rutinario. Sabe que en cada casa donde le llaman le aguardan su copita de anís y algunos dulces para después de la faena. El gancho y el cuchillo realizan su cometido; la sangre brota como un manantial sobre un caldero para hacer morcillas. Muerto el cerdo, viva el jamón y el vivo al bollo, que es su sino. Muerto el cerdo, llega el fuego que todo lo limpia y purifica.
Cuando el animal yace en el suelo, se le cubre de helechos resecos. Se prende fuego y arde como una tea que esconde debajo la promesa de un verano sin hambre.
Tras el fuego, se libera al cerdo de sus vísceras. Todo o casi todo vale. Las tripas para los chorizos, Las costillas, los huesos “de pique”, las orejas, las patas, y los jamones, que tras soportar el enjuague y la cura, se convertirán en uno de los manjares más exquisitos de la creación. Todo está milimétricamente estudiado. Las mujeres se encargan de los cometidos en los que más vale la maña; los hombres en los de la fuerza. Los hijos, las vecinas, los amigos; todos se arremolinan para echar una mano.
Luego, el cerdo pasará una noche colgado para que se oree su carne. Pero hay mucha labor por delante. Hay que hacer que las morcillas tengan su punto. El arroz juega en esta tarea un papel tan importante como en China: si no no hay arroz, no hay morcillas.
Al día siguiente llega el despiece. ¿Cuántos jamones hay que hacer?, dice Luis. Uno, contesta José, el hombre de la casa. Eso significa, que la otra pata habrá que despiezarla. La del jamón se saca con inigualable maestría, y se lleva al alto de la casa, para que una vez bien sangrada sea preparada para curar. Ahora es cuando se ve que la muerte se transforma en vida, en trabajo y en ilusión. Otras carnes se deshuesan con sumo cuidado y se pasan por un molino, para que tras una sudorosa tarea, se conviertan casi en minuciosos trocitos que darán consistencia al chorizo y a los salchichones, si se hacen.
Todo está preparado, los ajos para el apaño, el pimentón, la piedra que endurecerá al jamón salado. Todo tiene un sentido en está tradición que cada día parece más amenazada por la deserción de muchos jóvenes hacia las ciudades.
Un día de matanza es uno de los ritos que acercan al hombre a lo más natural y sincero que tenemos en nuestra memoria.